El último vestigio sin masificar de la Riviera Maya sucumbe ante la amenaza del exceso de turismo, la deforestación y la mala gestión del suelo entre los pleitos por un plan de conservación que llega tarde
Petrona Castillo ayuda en la pequeña tienda de abarrotes de su hija en el centro del pueblo de Bacalar, en Quintana Roo. Los turistas se acercan a comprarle botellas de agua de camino al balneario para poder sumergirse en la icónica laguna, donde pagan 20 pesos por entrar más otros 50 por una mesa protegida por una sombrilla. “Cuando yo era niña no teníamos que pagar, la laguna era nuestra y éramos libres de poder ir donde fuera”, recuerda esta mujer de 76 años nacida en este municipio que ha pasado de tener seis hoteles a 132 en apenas ocho años. “Ahora la laguna está fea y verde, hace unos años no era así. La han dañado”, añade con pesar.
El corazón de Bacalar es su impresionante laguna de agua dulce de 40 kilómetros de largo, un paraje único rodeado de manglares que colmaba las páginas de revistas de viajes con sus siete colores de tonos turquesa. En los últimos años ha experimentado una explosión de turismo desmedido sin el apoyo de un plan de protección ambiental para salvar este delicado ecosistema. Además, el impacto de la deforestación, las tormentas tropicales que arrastran aguas fecales de las alcantarillas desbordadas y la filtración de agroquímicos derivados de los campos de su alrededor, ponen en riesgo su capacidad de regenerarse cada vez que sufre un episodio nuevo de contaminación. En consecuencia, la laguna ha perdido sus tonos en una mancha verde y marrón, y los colores azules están en peligro de desaparecer. Los vecinos y los investigadores temen que nunca vuelva a ser la joya cristalina en la Riviera Maya que resistía el impacto del desarrollo urbanístico de la región como el que marcó a Cancún o Tulum.
Levith Fuentes chapotea en un agua turbia y de tonos verdosos en el centro de la laguna junto a sus dos hermanos. Han venido de visita como todos los años a ver a un familiar. “¡Yo sí los ví! Llegué a contar los siete colores hace como cinco años, pero ahora solo quedan dos”, asegura. El paisaje que ha atraído a su familia hasta aquí es único en el mundo. Es el cuerpo de agua dulce más grande del Estado. Forma parte de un sistema de humedales conectados al sur de Quintana Roo en uno de los últimos vestigios del Caribe mexicano sin masificar. Rodeada de cenotes, el agua cristalina de la laguna alberga otro tesoro sin igual: los estromatolitos, construcciones microbianas de arrecife de agua dulce que representan los indicios de vida más antiguos en la Tierra. Las postales raídas por el sol de ese paisaje todavía empapelan las calles de Bacalar con anuncios de tours en motos de agua, lanchas o excursiones para hacer snorkel. Pero al llegar a las orillas, el escenario es muy diferente.
Para Sara Cuervo, coordinadora regional del Consejo Civil Mexicano para la Silvicultura Sostenible (CCMSS), las causas del deterioro del paisaje son varias. El crecimiento de la agroindustria que ha deforestado la selva y ha contaminado el suelo y el acuífero con agrotóxicos. El aumento de los asentamientos urbanos con la construcción de hoteles de forma descontrolada en la cabecera municipal y a las orillas de la laguna también jugaron un rol importante. Todo ello, acompañado de un sistema de drenaje insuficiente y obsoleto. “Varias casas costeras no tienen sistema de gestión de aguas negras y algunas tienen drenes que desembocan directamente en la laguna”, detalla. El aumento de nitratos, fosfatos y materia orgánica proliferan el crecimiento de algas. En paralelo, la descomposición llevada a cabo por las bacterias provoca anoxia (ausencia de oxígeno), que impacta directamente en la calidad del agua en un proceso llamado eutrofización.
El año 2020 fue una temporada inusualmente activa de huracanes y supuso la gota que colmó el vaso de este ecosistema tan frágil y ya contaminado. Las lluvias torrenciales de la tormenta Cristóbal encauzaron torrentes de agua a la laguna que traían fertilizantes y pesticidas de los cultivos que se extienden hasta Campeche. El desborde del alcantarillado afloró las aguas fecales y desembocaron en la laguna. “Fue una descarga inusual que hizo que la Laguna de los Siete Colores se tornara en una laguna negra. No es frecuente este fenómeno, ha pasado en años anteriores y ella sola se ha recuperado, solo que entonces no existía la presión y contaminación que existe ahora”, puntualiza. “La eutrofización lastima su capacidad de recuperarse”, añade. Casi un año después, la laguna no se ha recuperado del todo.
Pese a ser un paisaje muy delicado y estar sometido a varios riesgos de contaminación, Bacalar no cuenta con un programa de protección ambiental para preservar la laguna y controlar el daño de su entorno. La última propuesta, tratar de convertir la zona en un Área Natural Protegida (ANP), fue rechazada por las agrupaciones civiles, empresariales y los ejidos, las familias —en su mayoría de origen maya— dueñas de estos territorios tras la reforma agraria de la Revolución mexicana. La propuesta de ANP generó una polarización entre las comunidades que para Cuervo se lee “erróneamente como quienes sí quieren proteger a la Laguna y quiénes no”. “Los ejidos están defendiendo sus derechos agrarios e impedirán que se les despoje de sus derechos sobre el control y uso de la tierra como lamentablemente ha ocurrido en Quintana Roo al decretarse territorios comunitarios bajo propiedad social áreas protegidas“, remarca. Un ejemplo reciente ocurrió cuando se declaró Área Natural Protegida a unos terrenos de Dziuché, al norte del Estado. Las noticias de la privatización de tierras por funcionarios y empresarios que cooptaron a habitantes locales aprovechándose de vacíos legales para hacerse con espacios de gran potencial turístico y urbanístico también disuaden a los ejidos.